domingo, 31 de enero de 2016

Educar para la vida según los romanos

MARCO TULIO CICERÓN (106-43 ac) 

Aunque es inmediatamente anterior al período del Imperio, pues su vida transcurre en los últimos días de la República, el estudio de Cicerón es insoslayable cuando de la historia de la educación se trata, porque presentó un ideal de vida y de educación: la humanitas, que a su juicio expresaba al romano, así como el concepto de paideia caracterizaba al griego, según decía Isócrates. En el siglo II d.C. Aulo Gelio, en sus Noches Áticas, dará una muy buena definición de lo que por entonces se entendía como la humanitas, diciendo:
Quienes crearon las palabras latinas y quienes las usaron bien, no quisieron que humanitas fuese eso que la opinión vulgar tiene por cierto y que los griegos llaman filantropía, significando cierta actitud favorable y una benevolencia indiscriminada hacia todos los hombres; llamaron humanitas a lo que, aproximativamente, los griegos denominan paideia, y nosotros, conocimiento y educación [formación] en las artes liberales. Quienes sinceramente se interesan por ellas y las desean con ansia, éstos son en verdad los más cultos [civilizados y, por ello, hombres].
Humanitas aparece entonces como sinónimo de cultura, el cultivo del espíritu como el valor humano por excelencia, aquello que hace que un hombre sea plenamente tal, y ése es el fin de la educación. Para Cicerón, la encarnación de la humanitas, su tipo ideal, es la figura del orador, al que define así:
Será digno de tan ilustre nombre quien hable sobre cualquier asunto que deba desarrollar, y lo haga con prudencia, orden, ornato, con buena memoria y cierta dignidad en la acción.(1)
Y para dar una idea de la excelencia del orador, lo compara con otros quehaceres humanos:
Pues para aprender los restantes oficios basta con ser un hombre común, capaz de entender y retener en la memoria lo que se le enseña, o quizá se le inculca reiteradamente si acaso es de comprensión lenta. No se busca la agilidad de la lengua, ni vivacidad en las palabras, y tampoco aquello que no podemos fingir: el aspecto, el rostro, la voz. Pero en el orador debe requerirse la agudeza de los dialécticos, el pensamiento del filósofo, las palabras de los poetas, la memoria de los jurisconsultos, la voz de los trágicos y hasta el gesto de los más grandes actores. Por eso, nada es más raro de encontrar entre los hombres que un orador perfecto. Pues los entendidos en otros asuntos, si han logrado aunque sea mediocremente algunas de estas cualidades, son aceptados; en el caso del orador no puede haber aprobación a no ser que todas ellas se encuentren reunidas, y en su mayor perfección.

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